Saturday, October 29, 2011







ALGUNOS TEBEOS




1. VUELVE THE WALKING DEAD. Supe de este relato sobre zombis gracias a un cómic que me prestó Ricardo Signes. "Pero léelo", me dijo, a lo que yo contesté con cierto fastidio, como sintiéndome obligado a transigir con algo que, de entrada, me interesaba bien poco. No me decían demasiado los autores -Kirkman en el guión y Moore en el grafismo-, pero, sobre todo, no me decían nada los protagonistas. A mí, desde siempre, los zombis me han parecido unos tipos asquerosos.


En una impagable escena de esa joya cinematográfica de Tim Burton que es Ed Wood, el viejo Bela Lugosi -interpretado por Martin Landau- se burla de Boris Karloff, al cual Hollywood ha asignado al monstruo de Frankenstein de igual manera que a él lo asocian al Conde Drácula. "El vampiro es seductor, hipnotiza a sus víctimas con su mirada profunda, su porte es aristrocrático... En cuanto a Frankenstein, sólo sabe levantar las manos y chillar como un idiota para asustar: Uuuuuh!" No pretendo, Dios me libre, comparar al zombi con el monstruo de Mary Shelley, pero creo que la analogía que hace el ficticio Lugosi nos puede servir. El zombi no es seductor, y si nos incomoda su aparición es, antes que nada, porque da asco. Nos alejamos de él no porque -como sucede con el gran seductor del imaginario occidental, Lucifer- nos atraiga con sus oscuras dotes de manipulador, sino por la misma razón por la que nos alejamos de un vómito: huele mal, da asco.


Esta es la razón por la que nunca le encontré la gracia al gore. Las primeras pelis de este género que recuerdo las vi en casa del primer amigo cuyos padres se compraron un vídeo. Pagábamos a medias pelis que alquilábamos -"acordaos que sean VHS, no Beta, que aquí no se ven"- y así pasábamos unos viernes por la tarde particularmente estúpidos, viendo casi siempre este tipo de films que no solían poner en la tele, ni en la primera cadena ni en el UHF. Como no podíamos ver porno -no al menos mientras sus padres andaran por casa- alquilábamos pelis donde hubiera efusión generosa de algún tipo de fluido corporal. Y así mi vida se topó con los zombis, aquellos tipos maquillados como el Michael Jackson de Thriller, que entraban en masa en la casa de la adolescente protagonista y había que hacerlos pedacitos con un hacha -aquello sí era una deconstrucción en toda regla- porque si no, no se morían y seguían haciendo aquella risita irritante que asustaba mucho a las chicas.


La verdad es que nunca me interesó el asunto, y en realidad sigue sin hacerlo. Es algo que, en realidad, me pasa en general con los no muertos, que me parecen unos tipos fastidiosos, pero que no terminan de poblar mi imaginación, ni siquiera a la hora de las pesadillas. Son como un vecino que tengo, excepcionalmente pesado y que se te echa encima para devorar tu paciencia en cuanto te topas con él: para olvidarme de él me basta con esquivarlo.



¿Por qué veo entonces Walking dead? En primer lugar porque desde el principio, y en contra de lo que yo preveía, me atrajo el cómic que me dejaron. No estaba siquiera seguro de querer leerlo pero, al acabar el primer tomo, le pregunté a Signes si tenía más. Esta serie me parece una digna puesta en escena televisiva de ese estupendo tebeo. En segundo lugar porque hay algo en ella que engancha con el universo de las ficciones televisivas de los tiempos en que un servidor formó su imaginario narrativo, el cual -qué vamos a hacerle- está tan poblado de tele y tebeos como de cine de Bergman y novelas de Kafka. Hay algo muy muscular, muy primitivo y testosterónico en la serie. Quizá los actores no sean gran cosa y las acciones sean a veces forzadas en exceso, aunque sólo sea por esos condicionantes, tan característicos de estos productos, que determinan que el final de cada capítulo ha de dejarnos en suspenso o que deben desarrollarse varias tramas narrativas a la vez para cubrir todo el espectro dramático que la escena de la serie ha creado.



Funciona, no sé muy bien la razón, y les aseguro que en mi caso no es por los zombis, que podrían ser tranquilamente sustituidos por otros seres amenazantes y no necesariamente igual de asquerosos. No sé, pienso en V, aquella serie de alienígenas invasores que nos conmovió en los ochenta. Diana, la protagonista, resultaba ser una reptil marranísima que se comía una rata entera, pero la mayor parte del tiempo los reptiles tenían aspecto humano -para engañar- y resultaban hasta sexys. Creo en realidad que no son los zombis, sino el brillo de su ausencia lo que le da su riqueza a este relato. Los presentimos, nos percatamos de cómo la amenaza de su lógica devoradora va configurando la escena que se desarrolla cuando ellos no están. Es la manera en que los humanos administran su nueva vida en los tiempos del apocalipsis lo que me atrae. Algún científico trabaja en un laboratorio remoto y sigue tratando de encontrar el antídoto contra la infección; el niño que se pierde en el bosque desencadena el terror de sus padres; el caminante que se acerca poco a poco amenaza con su ambigüedad -pues no sabemos si es de los nuestros o es un zombi-; las relaciones entre adultos, empezando por las amorosas, se alimentan de su propia precariedad, pues el futuro ha quedado más que nunca en situación de incertidumbre...


Hay una última cosa. La editorial Anagrama publicó recientemente un ensayo titulado Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo. Seguramente no lo hubiera leído de no ser por el cómic de marras y, sobre todo, por la editorial que lo había premiado y publicado. El ensayo juega astutamente con la idea de que los zombis han pasado a ser los pobladores predilectos del horror postmoderno por causas más produndas que la simple evolución de los gustos del público. Frente al vampiro gótico, figura seductora y aristocrática, el zombi provendría de una democratización del miedo. El Conde gobierna el reino de las tinieblas, poblado por las criaturas que el Mal ha producido siempre para recordarnos que si existe la luz es porque nace de un juego de sombras; el zombi forma parte de una masa informe de autómatas que han descendido por debajo del grado cero de la libertad y la identidad, deambulando en busca de algo que puedan digerir y que, en cualquier caso, no les satisfará. El vampiro es una figura romántica y transgresora, está entregado al vicio porque se mueve en las estancias de lo prohibido, por eso busca inocentes y bellas muchachas, a las cuales convertirá a su infame causa. Al zombi no le importa nada quién seamos ni qué piense Dios de sus fechorias: si le mostraran una cruz trataría de comérsela y, al comprobar que no podía reducirla a nada que se pueda devorar, la olvidaría.



Para Fdez Gonzalo, la horda zombi es un epítome de la mayor de las amenazas de nuestro tiempo: la pérdida de la autonomía del sujeto en pro de una sumisión pasiva a la sugestión barata del consumo y a la homogeneización de los individuos en base a unas claves colectivas simplistas y empobrecedoras. Creo que hay que hablar más de este libro...







2. NO HE VISTO EL TINTÍN DE SPIELBERG... Debería, pues, tener cerrada la boquita, porque además no tengo la intención de ir a ver la película, pero Tintín no es algo respecto a lo que acepte fácilmente el silencio, pues yo crecí con él en la misma medida en que mi padre creció con Flash Gordon. Le debo demasiado a Tintín, le he buscado por la Europa francófona -encontré su castillo, Moulinsart, en la localidad de Cheverny, junto al Loira-; he llenado mis paredes y estanterías con los fetiches nacidos de la imaginación de Georges Remi -Herge-; he pensado demasiadas veces, sobre todo viajando por ahí, en qué habría hecho el periodista belga en tal o cuál situación de apuro o las cuatro cosas que le habría dicho el Capitán Haddock al Bebe sin sed de mi vecino del séptimo, el que me tira agua casi todas las noches desde el balcón...


No voy a callarme, aunque sería de prudencia ver la película, quizá la vea, pero temo arrepentirme. Dijo Borges que Shakespeare era capaz de sobreponerse incluso a una pésima compañía de teatro. El problema aquí es que Spielberg no es un mediocre director de cine. Quizá sea eso lo que más temo, que habrá tratado de hacer un buen producto cinematográfico con Tintin. Habrá acción, efectos de todo tipo, una sucesión vertiginosa de peligros y peripecias... Y todo va a ser inútil, porque Tintín es intraducible al cine. Quizá sirva para que muchos niños opten por leer los tebeos que sus padres tienen en una estantería, pero soy escéptico respecto a ello, porque estos críos no han configurado su imaginario a partir de la lectura de cómics, por lo cual estos siempre habrán de parecerles una degradación de la película dichosa.


Es muy difícil explicar para un ajeno de dónde arranca la fascinación por el universo de Hergé, que convierte en coleccionistas casi compulsivos a personas que, como es mi caso, nos negamos por principios a coleccionar nada. Este amor -uno de los pocos que me ha durado toda la vida y que no ha cedido ni un milímetro- me recuerda al de aquella chica que tanto me hipnotizaba en tiempos escolares: "él no sabe quererla como yo", pensaba en aquel tiempo, maldiciendo al destino que se negaba a entregársela a quien más la merecía. Con aquella joven me equivocaba, con Tintín no: Spielberg no le ama como yo, Spielberg no sabe lo que es amar.


Por cierto, leí algo que dijo un crío después de ver una de aquellas películas -cutres y baratas, pero acaso menos impostoras que la de Spielberg- que se hicieron en Francia en los sesenta sobre el personaje de Hergé: "No me ha gustado, el Capitán Haddock no tiene esa voz". Genial, expresa, si se entender bien la frase, lo que yo siento ante este tipo de traslaciones al lenguaje del cine de un universo que enamora a cocción lenta y que sólo puede desarrollar todo su poder de fascinación en largas tardes infantiles. Creo que no voy a ir a verla, me he ganado el derecho a decirlo y quedarme así de ancho.







3. LLÁMENME CENIZO, PERO TAMPOCO CUELA CON EL CAPITÁN TRUENO. No es por algunas desoladoras noticias que llegan del rodaje y la postproducción y que habría que saber poner en cuarentena. Pero, qué quieren que los diga, me temo lo peor. No sé por qué católicos, musulmanes, y hasta cienciólogos, tienen derecho a poner el grito en el cielo cada vez que alguien degrada a sus dioses con una película, mientras yo he de tragarme que arrastren por el fango a los míos sin rechistar.


Nadie ha explicado mejor que Fernando Savater lo que significa haberse criado con el Capitán Trueno, cuando en su decidida voluntad de luchar contra los malos y no dejarse silenciar por nadie, le echaba la culpa al influjo de este personaje. Trueno, para mí, fue siempre un héroe de la democracia que se abría camino a duras penas en este país de falangistas guerreros del antifaz en los años en que yo empecé a leer el cómic de Mora y Ambrós. Aquello de "Santiago y cierra España" podía ser el residuo fascista de una época donde el espíritu de la censura atormentaba a cualquier creador, pero el mundo de Trueno era abierto, noble y tenía la mente limpia. Savater tiene razón, el Capitán nos enseñó que debemos rescatar al amigo en peligro -aunque para ello hayamos de jugarnos el pellejo-, que debemos plantarle cara a los malos -aunque sean poderosos o, precisamente, porque lo son-, que nunca se termina de guerrear contra la injusticia...


Temo una visión fílmica que sólo crea en las espadas y el encabalgamiento desmesurado de batallas. Creo que es el mayor problema del cine de masas, en especial el llamado de acción: no conoce la pausa, no se detiene a pensar, por eso todas las pelis saben a lo mismo. Pero quizá me equivoque en este caso; no sé sinceramente lo que saldrá finalmente de este proyecto que lleva años y años pendiente de concretarse y que, finalmente, lo ha hecho. Ojalá sea para bien.




Por cierto, una vez una alumna me reconoció que su padre le había puesto Sigrid en honor de la amada del Capitán. Bonito, ¿no?

Friday, October 21, 2011












¿EL FINAL DE LA VIOLENCIA?



El espacio de lo político aparece, pues, como una isla, el único lugar en que el principo de la violencia y la coacción es excluido de las relaciones entre los hombres. Hannah Arendt.



1. ¿Por qué no experimento la misma alegría que los demás? Me veo como ese adolescente que se queda arrinconado en una fiesta, fumando y bebiendo con cara de melancólico y al que los otros miran con recelo porque los tipos como yo desentonan en los momentos de jolgorio. Pero lo mío no es una pose, como parece que suele pasar con los adolescentes, aunque tampoco estoy demasiado seguro de poder explicar mis razones. En todo caso me cuesta olvidar por la tarde, con el anuncio de ETA, la barbarie del linchamiento de Gadaffi que he presenciado por la mañana, pero claro, son temas distintos.


Entiendo que se celebre el anuncio de ETA con alivio porque yo esa sensación sí la comparto. La banda se había convertido hace décadas a mis ojos en algo parecido a ese enloquecido que amenaza con hacer volar un avión y al que tienes que reducir justo en el momento en que, por otras causas, el avión está pegando capotazos y estamos todos temiendo que se estrelle. Quizá la llamada izquierda abertzale crea poder jactarse de habernos solucionado la vida -qué bien, estos al menos ya no nos matan-, pero mi sensación es más bien la de que tenemos un problema menos. Nada más.





Comprendo que, después de casi medio siglo de violencia, el anuncio provoque en muchos la emoción por el recuerdo de las víctimas, y también que para algunos sea legítimo proclamar con orgullo que ha triunfado la democracia, aunque respecto a esto último soy algo más escéptico. No tengo ninguna duda de que han sido las instituciones y la ciudadanía quienes han derrotado a ETA -porque ETA ha sido derrotada, esto hemos de tenerlo claro aunque sea de prudencia no envanecernos por ello-, pero no dejo de preguntarme a estas horas por qué esta enfermedad nos ha durado tanto y cuáles son las secuelas que va a dejarnos.

No, seguramente no hay razones para mi melancolía, debería sumarme sin más a la celebración. Aunque me vienen muchos viejos episodios a la memoria. Por ejemplo cuando un célebre dirigente abertzale acudió a una emisora independiente de mi tierra hace ya como veinte años. Un oyente llamó por teléfono y le preguntó si la actividad terrorista, que su partido justificaba e incluso jaleaba en aquel tiempo sin vacilaciones, traducía los deseos del pueblo vasco teniendo en cuenta que la implantación electoral de su partido en esos años era claramente minoritaria. "Escuchando su pregunta, lo que está claro es que es usted un español, eso seguro", le contestó aquella lumbrera.

Se reproduce también en mi mente aquella imagen terrible de un reportaje de Informe semanal sobre la violencia cotidiana en el Euzkadi profundo. Una mujer de mediana edad le pedía llorando a un joven vinculado a organizaciones abertzales que pararan aquello, que dejarán de amenazar a su marido, que al parecer era concejal de un partido españolista. "Acabad con esto, Iñaki, esto no es justo"... "Hay tantas cosas que no son justas...", contestaba el tal Iñaki. Supuse que aquella mujer aterrada y a la que le estaban destruyendo la vida había visto crecer a Iñaki, quizá había sido su maestra o le había dado la merienda muchas veces por las tardes... La respuesta de Iñaki me estremeció: esa contundencia con la que uno asume que las causas supuestamente justas están por encima de las personas, que el dolor e incluso la muerte es un peaje justo para alcanzar la victoria final, ese estado edénico en el que, libres de los malvados invasores, nuestro pueblo podrá al fin disfrutar de la dicha que lleva siglos mereciendo.



Me vienen muchas más cosas a la cabeza en este momento y no son alegres. Quizá por ello prefiera quedarme con la imagen de aquella media docena de personas que fundaron Basta ya y que, en una gesto de audacia moral que me atrevo a asociar al de las primeras reuniones públicas de las Madres de Mayo, se atrevieron a personarse una mañana lluviosa en silencio sobre una plaza de Donosti o de Bilbao para mostrar su silencioso rechazo a la barbarie. O aquella imagen de Ernest Lluch en medio de una campaña electoral en la que ETA había declarado su célebre primera tregua. "¡Qué alegría oírles gritar así!", decía mientras le abucheaban los seguidores de Batasuna... "¡Gritad más, gritad más, porque los que ahora gritan antes mataban!" Y volvieron a matar, y le mataron a él. El asesinato de Ernest Lluch no vale más que el de los otros 828, pero llama la atención el que un hombre tan inclinado al diálogo y a la solución pacífica de los conflictos entre los seres humanos se convirtiera en diana preferente de esta barbarie. Se me ocurre que es en esta suerte de tiranías donde ser valiente y plantarle cara a los malos confirma aquella consigna tan habitual en los hogares durante el franquismo: "Tú no te signifiques", decían con frecuencia las esposas a sus maridos o a sus hijos en aquellos trances en los que manifestarse libremente o tan solo reunirse suponía exponerse a ser golpeado o encarcelado. Esto ha sido así: era mejor no plantarles cara, era mejor la cobardía si uno no quería problemas. Y, sin embargo, han sido los audaces los que les han vencido.









2. Con frecuencia me encuentro por el barrio donde vivo con un antiguo compañero de escuela, de nombre Morgado. Era lo que en el argot escolar se ha llamado siempre un abusón. Era mayor que yo, de manera que sin ningún motivo nos amedrentaba, nos humillaba, nos robaba, nos golpeaba... No le guardo rencor, tampoco lástima; simplemente he decidido buscarme enemigos más relevantes para dirigir mi hostilidad. Pero no deja de hacerme gracia cada vez que me lo cruzo en Carrefour: qué pequeño parece ahora el bueno de Morgado, calvo y gordito, qué poca cosa ahora que pasó ya el tiempo en que los únicos argumentos eran los de la ley del más fuerte.

Me pregunto qué pasa con quienes creen firmemente en la violencia cuando se instaura la paz. ¿Rectifican? ¿Se arrepienten y piden perdón? No parece que vaya éste a ser el caso. En el País Vasco hay una enorme cantidad de gente que cree que la violencia ha tenido un sentido y que es ella la que ha propiciado la paz actual. Valiente paradoja: son los que fomentaron la violencia los que se presentan como autores de la paz. Me conmueve la ingenuidad de esos hombres bienintencionados que han protagonizado la llamada "conferencia de paz para el País Vasco", a la cual, por cierto, acudieron los líderes de Bildu con chaqueta y corbata. Me recuerdan a Morgado cuando tuvo que comparecer ante el Director del Colegio y su madre lo puso de punta en blanco para que no pareciera el patán que realmente era.

No importa, por más que en el extranjero tengan dificultades para entender toda esta historia, por más que el entorno radical escenifique una victoria pírrica, sabemos muy bien cómo hemos llegado hasta aquí y por qué han dejado de matar. Pero me preocupa que siga habiendo personas, sobre todo jóvenes, que crean que ha merecido la pena tanta sangre... Y más: es terrible que muchos quieran que haya valido, que deseen seguir creyendo que sus tesis son las buenas, que no tengan que realizar el terrible esfuerzo de rectificar y arrepentirse del terrible dolor que causaron.


Cuando me cruzo con Morgado me pregunto cómo gestionara su relación con su mujer y su hijo, cómo se las arreglará cuando un compañero en el trabajo le diga "no" a algo... La gente de Bildu presume ahora de que "llega a este país el tiempo de la política"... Ya hemos oído esta frase muchas veces como si ellos hubieran inventado la democracia. Ahora tendrán que intentar luchar contra el paro, habrán de aportar ideas para evitar los ataques especuladores o para mejorar las escuelas... Y no les valdrá echarle la culpa de todo esto al estado español. Habrá quien un día se envalentone ante la ausencia de pistolas y les diga que le parecen unos mierdas... Y tendrán que hacer lo que hacemos todos cuando alguien discrepa e incluso nos insulta: aguantarnos y buscar argumentos para demostrarle -o para demostrarnos a nosotros mismos- que no somos esa escoria que nos han dicho que somos. Y para no serlo, habremos de recordar que tenemos una responsabilidad ética esencial: ayudar a construir la convivencia, nada más y nada menos. Nadie dijo que vivir en paz fuera fácil.

Friday, October 14, 2011






GUARDIOLA, LA MARGATÀNIA
Y LA DUQUESA DE ALBA


1. ME HAGO MAYOR. ¿Saben en qué lo noto? Por ejemplo en que, cuando veo o escucho a Pep Guardiola me siento atraído... diría que razonablemente seducido. Por el contrario, cuando veo a su supuesto Moriarty, José Mourinho, experimento hartazgo. Hubo un tiempo en que los enfant terribles me hacían cierta gracia. No sé si fueron lecturas inmaduras de Nietzsche y todo aquello de la voluntad de poder y el superhombre, o ese furor destructivo que a veces sobrevive más de la cuenta a la adolescencia, pero creo que me he quitado de encima la ingenua propensión a admirar a estos patanes que van por el mundo meándose en eso a lo que llaman el stablishment, mirando a todo dios por encima del hombro y tratando de gilipollas, cobardes y vendidos a todos los que no les bailan el agua.



A lo largo de mi vida -y no saben cuánto lo siento- he ayudado a incrementar el ego de algunos de estos caballeros que se pasean como Mourinho por las aceras de la vida con rictus de hastío porque el mundo les ha decepcionado, pero hoy, en el trasfondo de esa "intensa personalidad" que tiene misteriosamente abducida a la mitad del país, ya sólo veo la mala educación, la barbarie y un alma atravesada hasta las trancas por el pavor a volver a ser el tipo gris y mediocre que fue antes de ganar la Champions. En la permanente acusación de Mourinho -"hipócritas"- a todos los que no aceptan su dictadura -que es, a la sazón, la de Florentino Pérez, es decir, la del neofascismo del poder económico-, subyace, además de una profunda simplicidad intelectual, el prejuicio típico del mezquino, el de que todos buscamos lo mismo que él, que todos somos igualmente capaces de cualquier villanía por el dinero, la fama y el triunfo, solo que no tenemos las agallas que tiene él para reconocerlo. Las manifestaciones del mejor de sus íncubos, Cristiano Ronaldo: "me silban porque me tienen envidia, porque soy guapo, rico y gran futbolista", son la mejor expresión de esta filosofía tan profunda.

Escuchen y miren a Guardiola, no hagan demasiado caso al contenido... La cadencia de la voz, el atuendo, la sintonía con sus futbolistas, la connotación irónica tras esa tenue sonrisa... No sé si está quedando muy gay este post, pero hay algo profundamente atrayente, erótico incluso, en los signos de la inteligencia. Debo ser muy hipócrita.




2. LA MARGATÀNIA es un equipo catalán infantil que ha batido todos los records de derrotas. Acabó la pasada campaña con 273 goles en contra y 1 a favor, obviamente perdió todos los partidos, siendo un 11 a 0 el mejor de los resultados obtenidos. A alguien se le ocurrió rodar un corto con los chicos de la Margatània como protagonistas. Llega uno a la conclusión de que son demasiado pequeños para la liga, de que apenas han jugado al fútbol, de ahí que el entrenador tenga que recordarles con frecuencia que la portería a la que se han de dirigir es la contraria y no la propia... Cuando los niños explican las causas de su "fracaso" la cosa no tiene desperdicio: "Nunca marcamos un gol, bueno una vez la Ruth marcó, pero estaba en fuera de juego"... "Quizá nos ponemos un poco nerviosos"... "Un día un equipo solo nos metió doce, no eran muy buenos"...

En el corto vemos una jugada en la que están a punto de marcar, los padres viven el momento con una emoción incontenible. Pienso en todos esos padres patéticos que llevan a sus hijos a jugar partidos oficiales convencidos de que tienen un Messi en ciernes que les hará ricos: "No me decepciones", les dicen unos minutos antes de empezar a insultar al árbitro o a los críos del equipo contrario. Si el equipo de su hijo gana, sacan pecho atribuyéndose a sí mismos la victoria; si pierden miran a su hijo con cierto rictus de desprecio, pues empiezan a descubrir que el pura sangre que creen merecerse no era tal.



Me viene a la memoria un equipo de baloncesto con el jugábamos en la liga del Instituto, los Buanaminos, se hacían llamar. Nosotros éramos ya muy grandes y ellos eran críos de trece años que acababan de llegar al Centro. Todos les metíamos palizas impresionantes, la mayoría de forma inmisericorde. Aprovechábamos que eran pequeñitos para incrementar nuestras estadísticas, y así los Buanaminos deambulaban por la liga acumulando derrotas de cien puntos a cinco y cosas por el estilo. Me avergüenzan algunas cosas de mi pasado y ésta es una de ellas. Salí del Instituto y les perdí la pista: me gusta pensar que alguno de los Buanaminos creció y terminó siendo Pau Gasol. O al menos, me gusta pensar que tres años después ellos eran los mayores del centro y, cuando les tocaba jugar contra los críos, evitaban humillarles.

Un consejo, no se pierdan el corto producido por El Cangrejo y titulado L´equip petit, por supuesto con los chavales de la Margatània como protagonistas estelares: http://www.youtube.com/watch?v=P78BifwS9kQ



3. MI SENTIDO DEL HUMOR tiene mucho de irredento y un cierto sabor a venganza. Un día don Pedro, un maestro del tardofranquismo con evidentes síntomas de psicopatía, me infló la cara a hostias por una exhibición inoportuna de mi fina capacidad para la ironía. Desde entonces, juré que me reiría de todo lo que me saliera de los cojones, sin aceptar ningún límite. En los últimos días, la boda de la Duquesa de Alba ha desatado esa vieja disposición mía para encontrar el lado cómico de cualquier cosa. Y en este caso sin esfuerzo porque, salvo sus multimillonarios y permanentemente avinagrados herederos, todo el asunto parece una broma.



Odio las bodas, y, con ellas, también los bautizos y las comuniones. Creo que es de ser muy tonto casarse por uno mismo, y peor hacerlo por complacer a alguien. Más que estos actos en sí, lo que detesto es esa liturgia que te obliga a hacer impúdica ostentación de los sentimientos a cambio de obligar al que invitas a que te suelte la pasta. Cuando alguien me invita a su boda -por suerte hace mucho que no sucede- siempre me entran ganas de preguntarle por qué, en vez de eso, no me pone un cuchillo jamonero en la garganta y me obliga a darle la cartera. Sería más breve y bastante menos desagradable.

La de la Duquesa de Alba es la apoteosis de las bodas de nuestro tiempo. He leído que es un símbolo del fin del Antiguo Régimen. Pero no se engañen, la Duquesa, antes que un noble linaje, es una magnate que posee media España. Es el mundo de los ricos lo que en realidad resulta parodiado en esta boda. ¿Por qué se casa? En realidad "por amor", es decir, por todo lo que no es dinero, que es por lo que se suele casar la clase media... Cayetana se casa para fastidiar, para bailar, para lucir peluca, para exhibir joyas... Y la gente le canta y le aplaude, mientras ella va convencida de ser amada por el populacho. La boda de Alba es un signo de la indecencia que en nuestras sociedades contemporáneas y en plena recesión suponen las grandes fortunas. Riámonos a gusto de esta mamarrachada... Y no dejemos de indignarnos por todas esas indemnizaciones de banqueros negligentes y corruptos de las que se habla tanto estos días.

Saturday, October 08, 2011







LOS MARCIANOS SE HAN IDO



1. Nunca como en aquellos años mágicos del estreno de la democracia -todo tan incierto, tan falto de controles, tan esperanzador- se hizo tan evidente entre nosotros esa idea del filósofo francés Jean-François Lyotard de que "la postmodernidad es la era en que se retiran las viejas imágenes del mundo". Después de cuatro décadas de nacional-catolicismo, la gente había descubierto que no sólo Dios no existía -esto lo habían sospechado siempre, de lo contrario se habrían hecho menos pajillas- sino que además, de existir, era un auténtico pelmazo incapaz de ofrecer nada realmente atractivo. Y sí, aparecieron curas con pelo largo que tocaban la guitarra y que incluso follaban, pero aquello tampoco benefició mucho a la causa, ya que puestos a ser un hombre y no un santo, mejor te quitas la sotana, cenutrio.

En cuanto al comunismo, la otra gran "imagen del mundo" que rivalizaba con la anterior en eso de redimirnos, empezaba también a ponerse un poco pesadita. Sí, sí, puestos a crear el Reino de Dios, mejor hacerlo -como querían los bolcheviques del momento-, en el Más Acá y haciendo morder el polvo a los ricos, pero llegaba un punto en que molestaba que un tipo avinagrado y que olía a Celtas te reprochara que vieras partidos de fútbol o te compraras revistas de tetas en vez de aportar tu grano de arena a la gran causa salvadora de la Revolución dejándote matar un poco. Arrinconados pues Dios y Marx, los españoles que salían de la Gran Siesta tardaron poco en ponerse a buscar nuevos referentes espirituales, y se encontraron con los marcianos. Sí, con los marcianos, no me miren así.





Bueno, también hubo mucha hermenéutica con la ouija y el Triángulo de las Bermudas. Recuerdo que se puso tan de moda aquello de contactar con los espíritus, que la gente hablaba de "mediums" o "almas en pena" con la misma naturalidad con la que criticaban a Kubala por no quitar a Pirri y Asensi del medio campo de la selección. Mi hermano y yo vimos a adultos hechos y derechos venir a casa a jugar con los vasitos de los cojones e invocar a la Princesa Soraya, lo cual nos despertó de nuestra inocencia y nos abrió a los temores propios de la pos-infancia, pues por aquel entonces descubrimos que los adultos que nos protegían andaban en realidad más descentraditos de lo que habíamos creído. Pero todo aquello se intuía ya que eran modas pasajeras, un poco como el carisma de Adolfo Suárez. Pero, cuidado, los ovnis no, los marcianos habían venido aparentemente para quedarse.






No creo que a los prelados vaticanos les hiciera demasiada gracia que TVE lanzara un programa como Más allá, pero aquel tipo de la barba que hablaba con tanta circunspección de avistamientos, abducciones y navegaciones estelares resultaba tan convincente, que la gente se lo pasaba bomba viéndolo los sábados por la tarde y mirando después a sus vecinos -los ingenuos que venían de misa- con aire de superioridad científica. El amigo Jiménez del Oso, que mostraba sin ningún pudor fotografías, testimonios y otras pruebas irrefutables de que los alienígenas llevaban ya mucho tiempo entre nosotros, abrió el camino de un próspero negocio que sigue rindiendo considerables beneficios, y que consiste en decirte, con cara de creérselo mucho, que no importa que cuando rezas el rosario no te haga nadie en los cielos ni puto caso, pues hay unos tipos que emiten sonidos como los del gol en Carrusel Deportivo (pi, pipi,pipi,piiiii) y con el pene muy grande que van a venir para llevarte a Reticulín, en la Galaxia del Puerco, donde serás muy feliz y una legión de tipos verdes se pondrán en fila para sodomizarte.




Después se impuso el estilo Mulder, que consiste en tener fe de verdad en que hay marcianos de visita, pagando el peaje de que todo el mundo piense que eres tonto. Ahora se lleva la honestidad, es decir, ser un caradura, pero que parezca que te crees el rollo, que estás entregado, para lo cual hace falta mostrar cierto temperamento adolescente y adoptar aire de víctima. Así, todos terminamos siendo unos ciudadanos engañados y rehenes de una conspiración, por la cual tipos oscuros y con mucho poder deciden que las autoridades, en especial el ejército, oculten las pruebas de que unos platillos volantes echaron las largas a un piloto de las fuerzas aéreas. (Conviene aclarar que el piloto, con los nervios del trance en la cuarta dimensión, no entendió que lo que querían los del ovni era preguntarle para ir a Molinicos, provincia de Albacete)

Pese a mis burlas, propias de un amargado que ya no cree ni en los alienígenas ni en Dios ni en los zombis ni en nada, hay que reconocer que era divertido aquel tiempo en que mirabas al cielo y casi fijo que avistabas algo. Mi padre, por ejemplo, se compró un telescopio magnífico -que por cierto aún conserva en un trastero, oxidándose con su trípode- con la secreta esperanza de verles las orejas a los selenitas. No vimos a ninguno, y quizá fuera mejor así, pues siempre he sospechado que los marcianos son unos mierdas, más o menos igual que nosotros, que tienen un aspecto baboso y desagradable, y que les gusta como a los terrícolas especular con pisos, tirarse eructos y criticar a los compañeros de trabajo a sus espaldas. Era bonita, sin embargo, aquella época... Parecía que podías mirar al espacio con la secreta esperanza de presenciar algo grandioso.




2. He vuelto, reconozco que por nostalgia, a Carl Sagan y su mítica serie de divulgación científica Cosmos. La sarta de impertinencias que acaban de leer son consecuencia de la nueva visita tres décadas después- a algunos de sus capítulos más inolvidables, por ejemplo el impagable Enciclopedia galáctica, donde Sagan -dentro de la lógica de científico riguroso que le caracteriza- pasa revista a toda esa cultura tan abundante creada en torno al fenómeno ovni y que tanta repercusión social tenía en los tiempos en que TVE emitió Cosmos.


Sagan idea la posibilidad de que lejanas civilizaciones hayan advertido y localizado ya la existencia de esta pequeña piedra azul en un rincón periférico de la galaxia, y se pregunta qué nombre y características le atribuyen. Habla de un poderoso radio-telescopio instalado por la NASA en Puerto Rico, el cual fue capaz en el año 74 de emitir un mensaje que, desplazándose a la velocidad de la luz, tardará 25000 años en llegar a las estrellas de la constelación de Hércules, hacia la que está destinada. El mensaje tardó un minuto en pasar por la órbita de Marte, media hora en hacerlo por la de Júpiter, y, tras pasar por Plutón, abandonó para siempre el sistema solar a las cinco horas de ser emitido por vez primera. Contiene una serie de informaciones básicas sobre nuestro planeta y las características de nuestra civilización.


Carl Sagan no es exactamente escéptico con la posibilidad de la existencia de vida en otros mundos, lo es más bien con tantos y tantos relatos que nos han llegado de personas como aquel matrimonio que, regresando a Nueva York de unas vacaciones en Canadá por la carretera de New Hamshire, describió con pelos y señales un encuentro con alienígenas de lo más exhaustivo. Testimonios improbables, fotos fácilmente trucables, legiones de desaprensivos que hacen negocio a costa de decirle a la gente lo que quiere escuchar... Sagan entiende que es un error negar la capacidad para ilusionarnos y fabular que tenemos los seres humanos, pero advierte del peligro de confundir la realidad con el deseo. Nos propone una encantadora ecuación en la cual, teniendo en cuenta variables como la cantidad de sistemas estelares dotados de planetas, la media de planetas con condiciones adecuadas para la vida, la probabilidad de que esta vida sea inteligente y que no se haya autodestruido y un largo etcétera, termina por alcanzar como resultado de la ecuación la cifra "2", es decir, que la estadística de civilizaciones que podrían existir en la Vía Láctea, sin incluir la nuestra, es de dos. Sagan, con cierta ironía, desconfía de la posibilidad de que estén especialmente interesados en visitarnos, aunque tampoco descarta la posibilidad de que algún día lo hagan, o de que incluso lo hayan hecho ya y habiten discretamente entre nosotros.

Me seduce la emoción con la que los hombres como Sagan nos lanzan a amar la ciencia. Los hombres como él, como Stephen Jay Gould y tantos otros, son genuinos "humanistas" -eso que ahora parece desprestigiado- pues conciben el saber científico como una gran aventura, como una empresa humana y emocional en el mejor de los sentidos que pueda imaginarse. Alguien me dice que aquellos planteamientos de los documentales de hace treinta años están ya superados, tanto en el cine como en la ciencia. No lo creo, no hay nada en esas imágenes ultratecnológicas de Life o National Geographic, donde vemos primeros planos de un colibrí comiéndose un mosquito, o de una serpiente regurgitando un ratón, no hay nada de todo ese mundo tan frío de la high fidelity que me traslade esa calidez de los hombres que, como Sagan, o Jacques Costeau, o Rodríguez de la Fuente, creían todavía que las suyas eran historias de humanos relatadas a otros humanos.


Durante el capítulo, simula viajar por las estrellas en una nave espacial, después pasea por un bellísimo campo de caléndulas y gesticula, explicándonos que debemos desconfiar de los farsantes y amar el conocimiento. Esa emoción nostálgica que me produce Sagan, y de la que algún día querré hablar a mi hija... No hay marcianos ni dioses, estamos solos, al contrario que Sagan yo no albergo dudas al respecto. Ya hace mucho que entendí que la vida ya es de por sí suficiente sortilegio... Imagino que son estas emociones tan humanas, esa belleza del campo de caléndulas por el que Sagan merodea, las verdaderas luces de la magia del cosmos.