Saturday, October 20, 2007








ESTAMBUL.

LA CIUDAD (II)






7. A las siete de la tarde suena la voz del imam, los vendedores del Gran Bazar corren como posesos de aquí para allá, algunos transportan comida… casi parece que está a punto de estallar una revuelta. “Es el Ramadán”, me recuerda alguien, “están desesperados de hambre, se reúnen para comer después de un largo día de interminable ayuno”.






8. No sé regatear, no entiendo esa lógica del zoco, y acaso sea eso lo que me fascina. El mercader no quiere –no sólo quiere- mi dinero, quiere desafiarme, hacerme creer que yo domino el juego mientras es él secretamente quien mueve los hilos de la negociación. Soy un hombre triste e inseguro para aceptar el juego… Como católico de origen, me resisto a ver lo que de virtuoso hay en el dinero. Para él es cuestión de amor propio derrotarme, que no es otra cosa que engatusarme, dejar que me vaya enredando en la tela de araña que va tejiendo a base de gestos teatrales y palabras amistosas… es lo que se viene haciendo en los zocos desde hace siglos con las especias y las alfombras. El mercado árabe es un juego de espejos donde todos se miran: es el honor lo que está en juego.




9. Las tribus del mundo opulento tardoindustrial son las únicas en las que la fama es culpable, por eso los más rastreros de entre los hijos de perra salen en la tele. Entre los pueblos no sometidos a una modernización reflexiva, lo verdaderamente urgente es escontrar al escriba, al eskalda, al juglar que relate mis hazañas. Somos incapaces de entender esto porque ya no creemos en el prestigio.




10. El ruido de una sirena que llega desde el Bósforo suena a lamento. Estambul vive en el centro de su propia nube de amargura, la Ciudad es la decadencia en estado puro. Nada parece hacer honor a su gloria pasada: no es capital de Estado -¿alguien visita Ankara?-, pero los estambulíes tampoco entienden porque se les visita a ellos. Dicen los analistas que la ciudad se halla en la encrucijada, a medio camino entre el rigorismo de los barrios integristas como el de Eyyup, donde se venera la tumba de uno de los amigos del profeta, y el chollo oportunista de ponerse de moda y ser “destino turístico atractivo y sin conflictos ni grandes molestias”. Como una vieja reina, arrastra su belleza caduca pero, misteriosamente, su atractivo es acaso mayor de lo que nunca.

11. Según Orhan Pamuk el occidental es raramente capaz de percibir la amargura que habita el alma de los estambulíes. Yo la percibí en la cola de distribución de comidas que se forma al caer las noches durante el Ramadán junto a la plaza de Sultanahmet. Un hombre mayor, cogido de la mano de un niño, inclinaba su rostro avergonzado sobre la pared de espaldas a la calle. Estaba llorando. Caer en la categoría de mendigo es la peor de las pesadillas para un cabeza de familia.




12. Quince millones de habitantes, casi medio millón más cada año, frente a la cifra veinte veces menor de apenas hace medio siglo. Si uno se olvida de la luz del atardecer sobre las mezquitas, observa prosaicamente que ya no es mucho más que una de esas ciudades monstruosas de aluvión cuya luminosidad se advierte desde los satélites, el destino final de la interminable procesión de siervos campesinos sin trabajo que bajan de Anatolia. Demasiada pobreza, demasiados contrastes, la asimilación occidental de un país que pese a todo cree que va a ser aceptado entre los europeos pese a su condición islámica… hay niños nacidos en Estambul que no han visto el Bósforo. En realidad, dice el magnífico Pamuk, ya nadie consigue sentir Estambul como su hogar.

13. Advertir la belleza de Estambul supone tener la mirada de un occidental. Por ejemplo la de Melling, que pintó los paisajes del Bósforo henchidos de romanticismo, con todas aquellas casas señoriales de madera que, como cuenta Pamuk, ardieron después irremediablemente una tras otra. También Flaubert, que vivió aquí, o los propios escritores estambulíes, que intentaron apresar en su escritura la mirada de uno de aquellos extranjeros a los cuales intentaban parecerse.



14. Cientos de pescadores se agolpan en las barandillas del Puente Galata. Anochece, el sol se oculta entre los minaretes de la Mezquita de Suleymán, y yo no creo merecer tanta belleza. Huele a mar de petróleo y a pescado frito y aceitoso. La gente habla a voz en grito en medio del hervidero del muelle de Eminönü. Los automóviles pasan sin delicadeza entre la gente. Es un falso caos, todo parece extrañamente controlado.


15. No entiendo Estambul. Pero esto ya me pasó con otras cosas que amé.

16. Dice Pamuk que “La amargura que proporcionaba la sensación de hundimiento que dejó el imperio otomano, la pobreza y las ruinas que cubren la ciudad han sido cosas que han definido Estambul a lo largo de mi vida. Toda mi vida ha transcurrido combatiendo dicha amargura o, por fin, como todos los estambulíes, asumiéndola.” Y continúa unas líneas más abajo “A veces me siento desdichado por haber nacido en Estambul, bajo el peso de las cenizas y las ruinas decrépitas de un imperio hundido, en una ciudad que envejece respirando opresión, pobreza y amargura (pero una voz interior me dice que en realidad eso ha sido una suerte).






Thursday, October 11, 2007




ESTAMBUL.
LA CIUDAD. I





1. A poco que uno rasca en la superficie, lo que descubre no es sólo Bizancio, es más que eso, descubre que está en las entrañas del mundo. Los inmensos barcos cargados de petróleo que atraviesan el Bósforo desde el Mar Negro o Asia se adelantan unos a otros desoyendo la llamada al rezo del imam… sin duda desconocen que Estambul significa “La Ciudad”

2. Los gigantescos anagramas de Santa Sofía no significan nada en realidad. Son por sí mismos imponentes, se autorrefieren, proclaman su propia grandeza en el juego de designar la grandeza de Dios. Así es esa basílica prodigiosa que uno se ve obligado a amar ya para siempre, así es Santa Sofía, vaciada cientos de años atrás como una mujer desprovista de sus atributos por un cirujano y sin embargo más madre que nunca. La época en que los iconoclastas bizantinos destruyeron todos los objetos del interior del templo fue pura torpeza, no hubo manera de robarle nada en verdad. Resentidos contra los signos porque presuntamente suplantan el contenido espiritual que representan, los iconoclastas, como los que queman libros o banderas, sufren la peor de las calamidades, la amargura del destructor que toma como excusa la exigencia moral de que la Verdad resplandezca. Pero la verdad no es nada sin sus signos, mejor, no es sino sus signos.
3. Pese a todo, Dios se presiente por todas partes en ese vacío espectral bajo las bóvedas. La fe de las masas se vuelve una fuerza ciclópea en esos tiempos memorables que hacen grandes a ciudades como ésta, tiempos que casi siempre ya han pasado. Ser de Estambul, como Orhan Pamuk, supone cargar con esa melancolía de por vida.

4. Ya nadie se atreve a llevar la cuenta de las mezquitas de Estambul. Se habla de más de dos mil, pero se desconoce el número exacto. El viajero comete el mismo error. Topas con una mezquita, por ejemplo, la de la zona de pescadores de Eminönü, crees que era la que buscabas, la camí de Suleymán el Magnífico…piensas que es grandiosa, casi tanto como la Mezquita Azul… cuando descubres la confusión quedas atravesado por la promesa de otro templo aún mayor, aún más hermoso.

5. Lo sé, Turquía no es una nación árabe, Estambul es Europa sí… pero Pepita y yo somos en cualquier caso infieles en tierra sagrada… Y el mundo musulmán es refractario siempre. ¿A qué? A Occidente, a la Razón y su historia gloriosa, a nuestra superioridad autoproclamada. No hay ningún nicho ecológico cultural que proteger en Estambul, se protege sólo. Nada que temer en la llegada de McDonald´s, que vende hamburguesas manufacturadas por el rito Halal y sustituye los donuts por baklavas. Mientras los jóvenes turcos comen hamburguesas y chips, Coca Cola y McDonald´s extienden su imperio… Pero en el fondo son un fracaso. El Islam no puede macdonalizarse, sería como volver herbívoro a un león. El mundo árabe se ha instalado en el Nuevo Orden Mundial como the dark side porque al contrario que Japón o los tigres del Extremo Oriente, no simula convertirse al integrismo blanco y protestante que domina el mundo, no integra la información aunque lo parezca, ni siquiera traduce como –al precio del lost in traslation- hacen en Japón, los signos del neocolonialismo. Simplemente es lo Otro, el inquietante continente negro de lo que no se aviene a volverse intercambiable… no juega al juego de la mercancía del turbocapitalismo. No pierdan el tiempo intentando entender a los árabes, les saldrá tan mal como con los gitanos: son incomprensibles, y es justamente eso lo que les hace seductores.

















6. Nadie parece haber pensado que el xador es irónicamente lo contrario de lo que pretende ser, o de lo que dice que pretende ser. El xador vuelve seductora a la mujer, envuelve lo femenino con el misterio de un juego de signos en el que nuestra obsesión neurótica por la transparencia y la naturalidad han perdido definitivamente la batalla.