Wednesday, August 22, 2007



VIEJOS


Recientemente presencié una escena callejera que me hizo reflexionar. Un grupo de adolescentes –me enorgullezco de haber intervenido para avergonzarles- acosaba a un anciano que permanecía sentado en un banco del parque jurando en hebreo mientras aquel hatajo de miserables le lanzaban un revoltijo de piedras, risotadas e improperios. Es posible que el comportamiento de aquel hombre -la mano temblorosa sujetando el bastón y la explícita mala leche del que quiere reaccionar más rápido de lo que su cuerpo le permite- pudieran ya de por sí ser motivo de escarnio para tan adorables niños, pero no detecté en él más signos de anormalidad que los de la pura vejez, una vejez probablemente solitaria y malhumorada, una vejez no peor de la que nos espera a cualquiera si llegamos a alcanzarla. Acaso sea eso –la precarización de la ancianidad, la conversión de los viejos en anomalía, en residuo del sistema productivo, en figura pendiente de amortizar- lo que verdaderamente habría de preocuparnos.

Desde siempre fue común en mi vida ver los caminos, las plazas y los parques repletos de ancianos. El tío Justo –tío abuelo en realidad- nos daba una peseta a mi hermano y a mí cuando pasábamos en algún domingo de agosto por la avenida de Requena, pueblo de mi madre, y siempre tuve la impresión de que él, como aquellas dos ancianas sentadas permanentemente a la puerta de un jardín desde donde parecían vigilar el mundo entero, eran gente buena y poderosa, cíclopes con manos marcadas de azada y la expresión llena de arrugas de guerras y dolores cuya lógica se me escapaba pero que les conferían una misteriosa dignidad. He visto esos rituales de viejos que intercambian saludos y objetos y viejas que observan y sonríen en casi todos los pueblos españoles, especialmente en los de Andalucía … Quizá por ello me sorprendió tanto aquel pueblo de Alicante donde trabajé durante casi una década. No había ancianos por las calles, todo lo más pasaba a veces por la plaza uno de esos longevos de noventa y tantos al que no le pintan el Centro de Día ni el geriátrico. Creando un gran centro social para los viejos los ayuntamientos consiguen sus votos y los sacan de las calles. Convertida en reserva social, la Tercera Edad –qué odioso nombre- recibe el golpe de muerte, el último empujón que necesita para salir de nuestras vidas.

No es raro que nos resulten tan incomprensibles los gitanos, los chinos o los árabes, porque la consideración del anciano como figura viscosa, como peso muerto, como desecho no reciclable, es más bien propia de una cultura donde la rentabilidad inmediata se convierte en único criterio. Dice Jean Baudrillard en El intercambio simbólico y la muerte:

En otras formaciones sociales, la vejez existe verdaderamente, como base simbólica del grupo. El estatus de anciano, que perfecciona el de ancestro, es el más prestigioso. Los “años” son una riqueza real que se intercambia en autoridad, en poder; en cambio los años ganados no son sino años contables, acumulados sin poder intercambiarse.

Reconozco que me gusta esa imagen del viejo guerrero que muere luchando, pero no quiero necesitar al viejo en su puesto de trabajo para ganarse mi respeto. Lo he visto infinidad de veces: un joven pasa por delante de un anciano postrado y silencioso, tan pequeño, tan ajado, tan prescindible, se adivina fácilmente el cadáver que en él se prepara… pero resulta que aquel hombre fundó toda la civilización que el individuo en ese momento alcanza a ver. Lo dijo en Los funerales de la Mamá Grande un García Márquez con ojos de niño: Escuchad su historia, incrédulos del mundo entero.

“Viejo inútil”. Deberíamos sentirnos insultados, porque acaso estemos más cerca de lo que nos pensamos. Según Richard Sennett, es justamente ese –la descatalogación de la experiencia, y por tanto el desprestigio de la edad-uno de los principios rectores de la nueva economía. Y no hace falta tener setenta años para toparse de morros con la postergación que eso reporta. No es sólo que el experto es más renuente a olvidar lo que sabe y a pasearse por la epidermis de las cosas, disponiéndose a ejercer cada vez una función distinta tal y como pretende la nueva cultura empresarial, inspirada en figuras como Mac Donald´s… Es que, en contra del tópico de la rebeldía juvenil, el trabajador maduro, sea por tener una familia y una hipoteca, sea por predisposición al encabronamiento, tiende a buscar la solidaridad con otros damnificados y está menos dispuesto a abandonar la empresa a la primera contrariedad, cosa que suelen hacer los jóvenes que, acomodados al colchón familiar y la inexistencia de responsabilidades, se largan en cuanto la cosa no es satisfactoria.

Los empleados más viejos son más dueños de sí mismos y más críticos con sus jefes que los trabajadores más jóvenes. En los programas de reciclaje, los primeros se comportan de la misma manera que otros estudiantes maduros, esto es, juzgan el valor de la habilidad que se les ofrece y las maneras de enseñarla a la luz de su propia experiencia vital. El trabajador experimentado, hombre o mujer, enriquece el significado de lo que ha aprendido y juzga su valor en función de su pasado personal. El joven rebelde, por el contrario, es un estereotipo desmentido por muchos estudios sobre trabajadores jóvenes. (R.Sennett, La cultura del nuevo capitalismo)

No acabaré este artículo sin referirme a dos de los hombres que lo han inspirado. Uno es Rafael, ese anciano magnífico que gobierna con mano de hierro la asamblea de vecinos del bloque de viviendas donde vivo. Rafael es tenaz, honesto y parece ser feliz sintiéndose útil a la comunidad. Cuando hay cucarachas, es él quien les hace la guerra; cuando hay robos en la finca, es Rafael quien parece esperar como John Wayne a los malhechores entre las sombras para atraparlos; si los reparadores de la zanja del patio andan remolones, la mirada justiciera de este viejo león anda acechando… A uno le entran ganas de aplaudir cuando se cruza con Rafael, pero es el respetuoso saludo contenido el que conviene a un héroe. Y no deja de pensar en lo que daría por verle en el lugar de tantos y tantos miserables que pueblan parlamentos y concejalías… Claro que ahí no hay sitio para la gente como Rafael.

El otro es Zygmunt Bauman. Con ochenta y dos años, este anciano judío y errante ha publicado su enésimo libro, Miedo líquido, un ensayo cuya lectura promete tanto como cualquiera de las anteriores. Curiosamente, Bauman ha publicado la mayoría de sus ensayos en edad senil, en esos tiempos en que a uno no le da por recordar más que en batallitas para los nietos que huyó de Polonia cuando a los nazis les dio por creer que el mundo estaría mejor sin los judíos, que participó en la liberación de Berlín, que tuvo que huir del mundo comunista tras un progromo estalinista o que ni siquiera en Israel le quisieron demasiado. Es uno de los mayores escritores del mundo y se dedica a diagnosticar desde la autoridad y la experiencia un mundo postmoderno que parece licuársenos entre los dedos. Hablaremos de Bauman.




*La imagen final es un retrato del escritor Zygmunt Bauman